Sesión #11 La Cultura Guaraní
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Leyendas Guaranies
#1 CAÁ (YERBA MATE)
Hace
muchos, muchísimos años, la Luna no se contentaba con enviarnos desde el cielo
su luz blanca y hermosa, sino que también bajaba ella a nuestros campos y
bosques, ansiando respirar aire puro, sentir el perfume de las flores y
alegrarse con el murmullo de los arroyuelos y el canto de los pájaros.
¡No
imaginéis a la Luna, en sus paseos por la Tierra, rodando de aquí para allá
como una bola cualquiera!... Imaginadla transformada en una mujer hermosísima,
con ojos brillantes como dos estrellas, de larga cabellera plateada, y envuelta
en tules finísimos de suaves colores. ¡Así bajaba la Luna a la Tierra!
Y no
venía sola; la acompañaba siempre una bellísima joven, que era, a su vez, una
nube a la que la Luna había transformado.
Los indios
guaraníes llamaban a la Luna, Yací, y a la; nube, Araí. Adoraban a Yací porque,
según ellos, era la diosa que protegía y premiaba a los hombres buenos. Una
tarde, Yací y Araí paseaban juntas aspirando embelesadas el aroma de las
plantas y de las flores del bosque. De pronto, en una vuelta del camino, entre
la maleza, se les apareció un temible yaguareté (tigre) que, en actitud de
saltar sobre ellas con las fauces abiertas para destrozarlas con sus dientes y
sus garras, parecía esperarlas hambriento. Imaginad la escena.
Ellas
nada pueden hacer para defenderse. Se detienen horrorizadas ante el feroz
animal y allí quedan inmóviles; paralizadas de espanto; a pocos pasos está el
tigre agazapado y medio escondido entre las plantas, esperando el menor
movimiento de ellas para alcanzarlas de un zarpazo.
Yací y
Araí sólo piensan en huir para librarse de su terrible enemigo. Ya va a saltar
el tigre sobre ellas, cuando ven con gran asombro que éste, rugiendo de dolor,
cae herido por una flecha que alguien le ha arrojado. Yací y Araí huyen
horrorizadas, y desaparecen. Mientras tanto, el yaguareté, rugiendo furioso,
busca a su heridor para atacarlo. ¿Y qué ve? Allí, oculto, detrás del grueso
tronco de un árbol, está un indio viejo que sostiene entre sus manos un arco y
muchas flechas. Él es quien intenta matar al tigre para salvar la vida de las
dos mujeres.
El yaguareté, al verlo, brama furiosa
queriendo arrojarse sobre el indio para devorarlo. Pero éste, aunque viejo, es
astuto y muy valiente; consigue apartarse y arrojar nuevas flechas al
yaguareté, el que cae, al fi n, muerto a sus pies.
Pasado el peligro el indio volvió hacia el lugar en que vio a las dos mujeres, pero no las encuentra: Yací y Araí, llenas de espanto, se habían transformado en Luna y en nube para elevarse nuevamente, sutiles y aladas, al reino de los cielos de donde habían bajado. La noche cae ya sobre el bosque. El indio se apresuró a sacar la piel al yaguareté, se cubre con ella y trepa luego a la copa de un árbol, dispuesto a pasar ahí la noche.
Satisfecho
por la buena acción realizada, el indio viejo no tarda en quedarse
profundamente dormido.
Y
sucedió que mientras estaba entregado al sueño, vio aparecer ante sí, envuelta
en nubes radiantes de luz, la figura bellísima de la mujer de los cabellos de
plata que había visto esa tarde en el bosque. Oyó también claramente que ella,
acercándose a él, le decía:
—Soy
Yací, la diosa de los hombres buenos. Era yo, acompañada de Araí, quien paseaba
por el bosque esta tarde. Tú has luchado con valor para salvar nuestras vidas,
poniendo en peligro la tuya.
—El
indio, maravillado, quiso responder algo, pero no pudo. La diosa continuó
hablándole:
—Los
hombres buenos reciben siempre recompensa por sus nobles acciones. ¡Tú
recibirás la tuya, porque tu bondad y tu valor la merecen!
—¿Cuál
será esa recompensa? —se preguntaba el indio, mientras contemplaba embelesado a
su diosa protectora. La respuesta no se hizo esperar, porque Yací prosiguió:
—Haré
nacer para ti, en este bosque, una nueva planta. Llámala Caá y cuídala mucho.
Te advierto que sus hojas serán venenosas, por lo que deberás tostarlas para
hacer uso de ellas. ¡Muchos beneficios recibirás de Caá!... ¡Muchos!... Dicho
esto, desapareció la diosa.
Despertó
el indio y miró a su alrededor, buscándola pues le parecía, continuar oyendo su
dulce voz. No la encontró, más bien pronto escapó de sus labios una exclamación
de sorpresa: ¡Aquí está la planta de que me habló Yací!... ¡Qué alegría!...¡Es
planta del cielo la que aquí encuentro!...¡Es Caá!
Y en
efecto: allí estaba entre la salvaje maleza, Caá, iluminada por la luz de la
Luna.
#2 EL IRUPÉ
A
orillas del Paraná vivía el cacique Rubichá Tacú (Jefe Algarrobo), que
gobernaba una tribu de hombres aguerridos y hermosas mujeres.
Rubichá
Tacú tenía una hija, Morotí (Blanca), joven y bella pero orgullosa y coqueta,
novia de Pitá (Rojo), el guerrero más valiente de la tribu. Moroíí y Pitá se
querían mucho; pero el genio del mal, envidioso de la felicidad de los jóvenes,
inspiró una mala idea a la india.
Un
día, al caer la tarde, paseando por la orilla del río con otras doncellas,
Morotí vio a Pitá que, en compañía de varios guerreros, se ejercitaba con el
arco y las flechas. Para demostrar a sus amigas cuánto la amaba Pitá y cómo
satisfacía todos sus caprichos, les dijo con orgullo:
—
Ahora verán cómo Pitá cumple cualquier deseo mío. ¿Ven este brazalete? Lo
arrojaré al río y mi novio irá a buscarlo. Una de sus amigas la interrumpió: —
No hagas eso, Morotí. Es muy peligroso y Pitá podría ahogarse.
A lo
que respondió Morotí: — ¡No seas tonta! Pitá es el mejor nadador y el más
valiente de la tribu. ¡Irá a buscar mi brazalete al fondo del río!
Inmediatamente sacó Ia alhaja de su brazo y, llamando a Pitá, ordenó: — ¡Pitá!
iHe arrojado mi brazalete al Paraná, y lo quiero! ¡Ve a buscarlo! Pitá, que
quería mucho a su novia y la complacía siempre, se arrojó al agua seguro de
volver, satisfaciendo así una vez más a su hermosa Morotí...
Pero
sucedió que los que quedaron en la orilla esperando ansiosos la vuelta de Pitá,
empezaron a impacientarse, pues éste no volvía...
¿Qué
podría haberle sucedido? ¿Habría quedado enredado entre las raíces de alguna
planta? ¿Estaría herido?...
Así
pensaban, cuando Morotí, desesperada y llorosa, dijo:
— iYo
soy la culpable de lo que sucede! ¡Pitá debía haber salido ya! ¡Algo le ha
pasado! ¡Yo no quiero que muera! ¡Que llamen al Adivino de nuestra tribu y diga
qué debemos hacer para salvarlo!
Varios guerreros salieron inmediatamente a buscar a Pegcoé (Profundo), el Hechicero, y al rato volvieron con él.
Todos hicieron silencio, mientras Pegcoé, mirando las profundas aguas del río, dijo con voz misteriosa:
— iYa
lo veo...! ¡Es él..., Pitá!
¡Está
con I-Cuñá-Payé (hechicera de las aguas) en su hermoso palacio de oro y piedras
preciosas!... ¡La Dueña de las Aguas quiere que se quede, y para ello le ofrece
todas sus riquezas...! Pitá parece aceptar....
¡Y tú, Morotí, por tu orgullo y tu coquetería
eres la única culpable de la pérdida de nuestro mejor guerrero!
— ¡No!
¡No! jYo quiero salvarlo!
—
gritó Morotí, desesperada —. Dime qué debo hacer y te obedeceré ciegamente.
Y
habló Pegcoé:
— ¡Tú
eres quien puede salvarlo, tú y sólo tú!
—
Espero tu mandato. ¡Habla, Pegcoé!
—
Debes arrojarte al Paraná y traerlo tú misma a la superficie. ¡Tú debes arrancarlo
del poder de la Dueña de las Aguas!
— ¡Te obedezco, Pegcoé, y me arrojo al río!
¡Yo volveré con Pitá! ¡Mi amor vale más que todas las riquezas de I-Cuñá-Payé!
Diciendo
así, se arrojó a las aguas, que se abrieron para dejar pasar a la coqueta y orgullosa
joven que, arrepentida, iba a salvar a su novio del poder de la Hechicera de
las Aguas.
Toda
la noche debieron esperar el regreso de los jóvenes. Se encendieron fuegos y se
danzó a su alrededor para invocar a Tupa (Dios) y ahuyentar los malos espíritus.
Los ancianos hacían conjuros vencedores del mal. Los guerreros y las doncellas
bailaban danzas sagradas...
Ya
amanecía cuando fue nuevamente consultado el Hechicero, que seguía mirando las
aguas, y Pegcoé dijo:
—¡Ya
se han encontrado! ¡MorotÍ ha salvado a Pitá! ¡Ya vuelven abrazados a la
superficie! ¡Ya vuelven! En ese mismo instante, atónitos y maravillados, vieron
aparecer en la superficie del agua una hermosa flor de pétalos rojos y blancos.
iEran Morotí y Pitá que, así transformados, ofrecían al mundo su belleza y su
perfume como símbolos de amor y arrepentimiento!
#3 EL TIMBÓ
Iraí!...
¡Hija mía!... ¿Dónde estás?... ¡Ven a mi lado! ¡No te apartes de tu viejo
padre!... ¡Tú eres la luz de mis ojos, la alegría de mi corazón, el consuelo de
mis penas, el apoyo de mi ancianidad!... ¡Tu cariño es el único sostén de mis
últimos años! ¡No te alejes de mí, Iraí! ¡No me abandones nunca!
Quien
así hablaba siempre a su hija era Isaraki, el viejo cacique de una tribu de
indios timbúes que habían establecido sus tolderías en un hermoso lugar, a
orillas de nuestro Paraná. Isaraki, que había perdido toda su familia y se
encontraba ya viejo y enfermo, adoraba a su única hija. Era tan grande el
cariño que le profesaba que sin su compañía el anciano sentíase solo, triste y
abatido.
Iraí
era para él una hija solícita y cariñosa. Lo guiaba y lo acompañaba siempre,
ayudándolo en todas sus tareas de jefe de la tribu; y como era joven, alegre y
bulliciosa, sus risas y sus cantos regocijaban también el corazón del padre.
Iraí había llegado a ser, para el anciano, “la luz de sus ojos, el consuelo de
sus penas”, como él le dijera. Llevaban ambos en su choza una vida tranquila y
apacible. Pero una tarde Iraí notó que su padre estaba, al parecer, muy triste
y apenado.
—
Padre: ¿qué pesar aflige tu corazón? ¿Qué pensamientos oscurecen tu alma y te
hacen callar y pensar tanto? — le interrogó con cariño Iraí.
— Hija
mía — replicó el padre con los ojos llenos de lágrimas —, desde hace tiempo un
solo pensamiento me tortura.
—
¡Dímelo padre... yo te ayudaré a desecharlo para que vuelvan la calma y la
alegría a tu corazón! ¿Es que ya no confías en mí? ¿No crees que mi cariño
pueda disipar tus penas? ¿No sabes que daría mi vida por verte contento y
feliz?
—
Iraí, mi dulce y bondadosa hija ...Tú no podrías aliviar mi dolor. Si...
—
Si... ¿qué? — interrumpió Iraí con viva ansiedad, deseosa de conocer el secreto
temor de su padre — Si tú me faltaras, Iraí, me moriría de pena
—
continuó diciendo Isaraki. — ¿Qué dices, padre? — interrumpió nuevamente Iraí
—.
¿Por
qué piensas en ello? ¿Cómo podría abandonar a mi anciano padre, a quien quiero
con todas las fuerzas de mi alma y con toda la ternura de mi corazón? ¿Crees
que puedo ser tan ingrata que te deje solo un instante sin mi cariño, sin mi
apoyo, sin mi guía? ¡Oh, padre mío... eres injusto si así lo crees!
— Iraí — dijo el viejo cacique al comprender que con sus palabras había entristecido a su hija —, olvida lo que te he dicho. Es tal mi cariño hacia ti, que la sola idea de perderte me llena de angustia y desconsuelo. Sé que nada te separará de tu viejo padre y que viviré hasta mi último día recibiendo como siempre tus cariños y tus cuidados. Y ahora, hija mía, ríe y canta para alegrar esta choza y para que nunca vuelva a entrar en ella la tristeza.
Calló
Isaraki. Iraí guardó silencio. La naturaleza calló también: sobre el campo y
sobre la selva caían los postreros rayos del sol poniente. Padre e hija sólo
oyeron en aquel crepúsculo el susurro de la fronda de los árboles del bosque
mecidos por la suave brisa primaveral.
Transcurrió
el tiempo y un día llegó de lejanas tierras un apuesto guerrero que se prendó
de la bellísima y bondadosa hija de Isaraki.
Ella se
enamoró también de él y se casaron. Entonces emprendieron juntos el largo viaje
hacia las tierras de donde él viniera. El anciano cacique sintió destrozársele
el corazón; pero no derramó ni una sola lágrima en la despedida. Sin embargo,
le entró en el alma una tristeza honda, muy honda.
—
Padre... ¡volveremos pronto! — le había dicho Iraí al partir. Y él abrigaba esa
esperanza, que era como un rayito de sol en la oscuridad de su pena. Desde
entonces, todas las tardes salía de su choza y se alejaba de ella en dirección
al campo. Allí aplicaba su oreja a la tierra: el mejor medio de percibir los
ruidos lejanos. Creía así oír alguna vez el paso de su hija que volvía. Uno y
otro y otro día, el anciano iba al campo y aplicaba su oreja a la buena tierra
que había de avisarle el regreso de la hija ausente.
Pero
ésta, aunque recordaba a su padre y lo amaba como siempre lo había amado, no
podía volver, y se resignaba pensando en él y pidiendo a Tupá que lo
protegiera. Una tarde, no volvió el viejo cacique a su choza. En la tribu se
alarmaron por su ausencia y salieron a buscarlo en todas direcciones. Lo hallaron
sin vida, en el suelo, en la misma posición de aplicar la oreja a la tierra.
Lo levantaron, y ¡cuál no sería la sorpresa
que recibieron al ver que la oreja del cacique se desprendía y se queda allí,
donde tantas veces él había querido percibir la llega de su hija!
Nuestra
leyenda cuenta también que después de transcurrido un tiempo, nació en ese
mismo lugar una planta que creció hasta llegar a ser un hermosísimo árbol. Los
timbúes lo llamaron Cambá-nambí, que en su lengua significa “oreja de negro”.
Es el “timbó”, también llamado pacará.
Y decían nuestros indios que, en este hermoso árbol, de elevado ‘tronco y de frondosa copa en forma de sombrilla, mora el alma del viejo cacique para divisar desde lo alto la figura de la hija cuyos pasos nunca oyó y para cobijarnos a su sombra como un amoroso padre.
#4 EL BENTEVEO
Para
entonces ya había nacido Sagua-á, que al presente contaba ocho años. Una de las
tareas del abuelo, y que por cierto cumplía con sumo agrado, era atender al
pequeño mientras sus padres, por su trabajo, se veían obligados a alejarse de
la cabaña.
Grandes
compañeros eran el abuelo y el nieto. Jugando, aquél le enseñaba a manejar el
arco y la flecha y nada había que distrajera más al niño que ir con él a pescar
a la costa del río. Cuando sus padres volvían, era su mayor orgullo mostrarles
el surubí, el pirayú, el pacu o el patí que habían conseguido y que muchas
veces ya se estaba asando en un asador de madera dura.
Otras
veces, era una vasija repleta de miel de lechiguana que lograran en el bosque
no sin grandes esfuerzos. Para el pobre tuya no había más deseos que los de su
nieto y, aunque a costa de grandes sacrificios, muchas veces, su mayor felicidad
era complacerlo. Valido de tanta condescendencia, el niño era un pequeño tirano
que no admitía peros ni réplicas a sus exigencias. Sólo en presencia de sus
padres que, compadecidos de la capacidad del abuelo, restringían sus
pretensiones, Sagua-á se deprimía.
A medida que el tiempo transcurría, las
fuerzas fueron abandonando al pobre viejo que ya no podía llegar hasta la
orilla acompañando a pescar a su nieto, ni hasta el bosque a recoger dulces
frutos o miel silvestre. Pasaba la mayor parte de su tiempo sentado junto a la
cabaña, haciendo algún trabajo que su poca vista le permitía: tejiendo cestos
de fibras vegetales o puliendo madera dura que transformaba en flechas o en
anzuelos para su nieto.
Sagua-á
correteaba sin cesar, alejándose de la oga mí con cualquier pretexto y dejando
solo y librado a sus pocas fuerzas al abuelo, que nada decía por no contrariar
al niño ni privarlo de sus diversiones. Cuando los padres regresaban,
encontraban siempre a su hijo junto al abuelo, de modo que, confiados en que el
niño no se movía de su lado, dejaban tranquilos la cabaña para cumplir su
trabajo en el algodonal. El anciano, por su parte, jamás había dicho una
palabra que pudiera delatar al cuminí, ni intranquilizar a sus hijos.
Pero sucedió que un día, Sagua-á se detuvo más
que de costumbre en sus correrías por el bosque con otros niños de su edad y al
llegar Akitá y su tembirecó Mondorí a la cabaña, hallaron al abuelo que no
había probado alimento por no haber tenido quien se lo alcanzara.
Sus
piernas ya no le respondían y era incapaz de moverse sin la ayuda de otra
persona.
Indignado
Akitá quiso conocer el comportamiento de su hijo en días anteriores, haciendo
preguntas al abuelo; pero éste, pensando siempre en el nieto con benevolencia y
cariño, contestó con evasivas, evitando acusarlo y encontrando en cambio
disculpas que justificaron su alejamiento.
Cuando
Sagua-á llegó corriendo y sofocado, tratando de adelantarse al arribo de sus
padres, Akitá lo reprendió duramente, enrostrándole su mal proceder, su falta
de piedad y de agradecimiento hacia el pobre abuelo que tanto le quería y que
no había hecho otra cosa que complacerlo siempre.
Sagua-á
nada respondió. Bajó la cabeza y su rostro adquirió una expresión de ira
contenida. En su interior no daba la razón a su padre, sino que, por el
contrario, juzgaba injusto su proceder. ¿Por qué él; ¿sano y fuerte, que podía
correr por el bosque, trepar a los árboles recoger frutos y miel silvestre, o
llegar a la costa, echar el anzuelo y pescar apetitosos peces, debía quedarse
allí, quieto, junto a una persona inmóvil?
¿Acaso
al abuelo cuando podía caminar, no le gustaba acompañarlo en sus excursiones?
¿Qué culpa tenía él, ahora, de que no pudiera hacerlo? Y en último caso, si no
podía caminar, que se quedara el abuelo en la cabaña, que él, por su parte,
nada podía remediar quedándose también.
EL
tirano egoísta había aparecido en estas reflexiones, que, si bien no
exteriorizó con palabras, lo decían bien a las claras su ceño fruncido y su
expresión airada que en ningún momento trató de disimular.
Desde
entonces, varios días se quedó la madre en la cabaña. El padre iba solo a
trabajar. El abuelo se había agravado y ya no podía abandonar el lecho de ramas
y de hojas de palma.
Era
necesario atenderlo y alcanzarle los alimentos, pues él era incapaz de moverse
por su voluntad. Ese día muy temprano, cuando las estrellas aun brillaban en el
cielo, Akitá salió a trabajar. Su tembirecó iría algo más tarde pues era
imprescindible su ayuda ese día. Sagua-á quedaría cuidando al abuelo.
Cuando despuntaba la aurora, Mondorí consideró que era hora de salir. Antes de hacerlo, despertó a su hijo que dormía profundamente. El niño despertó de mala gana, refregándose los ojos con el dorso de sus manos. Malhumorado al tener que dejar el lecho tan temprano, respondió irritado al llamado de la madre: — iQué quieres! ¿No puedes dejarme dormir?
— No
seas egoísta, Sagua-á.
Tu
abuelo no puede quedar solo y además es necesario atenderlo. Su enfermedad le
impide moverse por su voluntad y es justo que se lo cuide. Tu padre y yo
debemos trabajar y tú tienes la obligación de dedicarte al pobre abuelo
enfermo.
— ¿Por qué tengo que atenderlo? —insistió
iracundo—. ¡Yo había decidido ir al río a pescar y por culpa de él debo
quedarme acá como si estuviera prisionero! ¡Ya he preparado la igá y yo iré a
pescar! ¡El abuelo no necesita nada!
—¡No
seas malo, Sagua-á! Recuerda que tu abuelo fue siempre muy bueno contigo y que
sólo bondades y mimos has recibido de él. Ahora te necesita, ¡es justo que le
dediques tu atención! ¡Te prohíbo que te muevas de casa! ¡Ya irás a pescar
cuando hayamos vuelto tu padre y yo!
—¿Exiges que me quede? Muy bien... ¡me
quedaré! ¡Pero te aseguro que no me obligarán a hacerlo otra vez! — concluyó
amenazante el despechado Sagua-á.
Triste
se fue Mondorí al reconocer los sentimientos mezquinos que dominaban a su hijo.
Mientras
iba caminando, pensó en Sagua-á cuando era pequeñito y recordó la bondad que
albergaba entonces su corazón...
Con su manecita tierna acariciaba a los
animalitos que se acercaban a la cabaña en busca de alimento y a los que era
capaz de dar lo que él estaba comiendo... Y no olvidaba el día cuando, entre
dos de sus deditos traía una florecilla silvestre cortada por él mismo que le
entregó mirándola con expresión tan alegre y orgullosa como si le hubiera dado
un tesoro...
¡Cómo
había cambiado su hijo! ¡Qué malos sentimientos se habían apoderado de su alma!
¿Cuál sería la causa de este cambio? Temió la madre por él. Tupá, el Dios que
premiaba a los buenos, no dejaba sin castigo a los malos. ¿Qué tendría
reservado para Sagua-á?
Dominada
por tan tristes pensamientos hizo el camino hasta la plantación de algodón,
donde su marido ya estaba trabajando desde tan temprano, y lamentó que la
inminencia de la recolección no le hubiera permitido quedado junto al abuelo
enfermo. No tenía confianza en que Sagua-á le prestará la atención necesaria.
Mientras tanto, allá, en la cabaña de la selva misionera, su triste pensamiento se cumplía.
Sagua-á
obedeció: no se movió de la casa; pero se dedicó a arreglar sus útiles de pesca
y a preparar los elementos que utilizaría al día siguiente cuando pudiera ir al
río como él lo deseaba.
Del
pobre abuelo ni se acordó siquiera.
En cierto
momento oyó que lo llamaba con voz débil y entrecortada.
-
¡Sagua-á…! ¡Sa…gua…á…!
Malhumorado
el niño al verse molestado e interrumpido en su ocupación de mala gana
respondió:
—
¿Qué quieres? ¡Ya voy! Pero ni se movió. El anciano, mientras tanto, se debatía
en su lecho con un desasosiego que crecía por momentos. Sagua-á oyó que lo
volvía a llamar:
—
¡Ven... Sa.!.gua...á...! ¡Ven... por... favor...! Acudió por fi n el niño de
mala gana. Cuando estuvo junto al inimbé donde yacía el enfermo, airado volvió
a preguntar:
—
¿Qué quieres? — ¡Alcánzame un poco de agua...! Tengo sed... Mi vida se apaga...
—
¿Tu vida se apaga? ¿Se apaga como un cachimbo? — y continuó riendo divertido
por la gracia que le habían hecho sus propias palabras. —Sí... mi vida se apaga...
como un pito güé... Alcánzame un poco de agua... Hazme ese favor...
Pero
el desalmado, sólo pensaba en reír y repetía sin cesar: —Pito güé... Pito
güé... El viejo, mientras tanto, llegados sus últimos momentos, con los labios
resecos, vencido por una sed abrasadora, expiró. Al mismo tiempo el niño, que
asistía impasible a la escena, continuaba repitiendo las palabras que le habían
hecho tanta gracia: —Pito güé... Pito güé...
Nada
le hizo pensar en la transformación que se producía en esos momentos en él. Su
cuerpo se achicaba, se achicaba más y más, cubriéndose de plumas de color
pardo. Su cabeza, ya pequeñita, se alargaba y su boca se transformaba en un
pico con el que hallaba cierta dificultad para seguir gritando:
—Pito
güé... Pito güé... Momentos después, en la cabaña, sobre su lecho de palma
yacía exánime el anciano, mientras en un rincón, junto a la ventana, un pájaro
de lomo pardo y pecho amarillo, que tenía una mancha blanca en la cabeza, no
cesaba de repetir:
—Pito güé... Pito güé... Era Sagua-á, que, castigado por su egoísmo y su mal proceder, fue transformado en ave por uno de los genios buenos que enviaba Tupá a la tierra. Ellos eran los encargados de premiar a los buenos y dar, a los malos, su merecido.
Cuando
Akitá y Mondoví volvieron, encontraron al anciano muerto en su inimbé. En el
momento de entrar, un pájaro de plumaje pardo y amarillo voló pesadamente,
saliendo de la habitación por la abertura de la puerta. Una vez en el exterior,
parado en una rama del jacaranda que crecía junto a la cabaña, no dejaba de
gritar con tono lastimero:
—Pi.:.to
güé... Pi...to güé... Pi...to güé... Este, decían los guaraníes, había sido
el origen de nuestro benteveo, al que ellos llamaban pito güé, imitando su
grito, en el que creían ver reproducidas las palabras que causaran tanta gracia
al pequeño egoísta cuando las oyó de labios del abuelo moribundo.
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